lunes, 6 de abril de 2009

¿TE GUSTA CONDUCIR?



A mi sí, aunq debo reconocer q no lo hago especialmente bien. Sacar el práctico en Madrid (a la 1º!) es lo q tiene: puedo ser la más macarra en caso de necesidad y abrirme paso en el peor atasco, pero sin embargo, no sé conducir cuesta abajo.

En cualquier caso, todo conductor que se precie y que viva por estas tierras, no podrá decir en voz alta y tranquilamente que lo es, sin haber recorrido al menos, las siguientes carreteras: el Puerto de Pajares (el tema de la nieve y las cadenas mejor lo dejamos para los profesionales o incautos q no miraron el parte y se lo encuentran sin esperarlo), y la Campa, carretera antigua que une La Secada con Villaviciosa. Hoy en día, con la autovía ya no pasa nadie por allí, salvo algún motorista, los que viven en la zona y ... yo el sábado pasado!

Lo que inicialmente iba a ser un paseo en coche hasta Villaviciosa por la Autovía, se convirtió en una especie de agujero en el tiempo recordando los incontables -e interminables- viajes de mi infancia y no tan infancia por la carretera en cuestión cuando, al ver el letrero que indicaba la salida hacia La Secada, sentí unas ganas irrefrenables de saldar mi cuenta pendiente y me encontré poniendo el intermitente hacia la derecha para coger la siguiente salida.

Y así como el que no quiere la cosa fui recordando casi cada tramo del camino, desde la casa gris de la esquina del cruce que hace años miraba con recelo desde el asiento trasero, ya q anunciaba el fin de la carretera y el comienzo de los 20 kms. siguientes de curvas, o lo q es lo mismo, a mi madre diciendo "Y ahora estaros quietos q empiezan las curvas", hasta la recta de Sariego (un oasis de un par de kilómetros en línea recta), pasando por la peor curva de la historia de las curvas, con la Iglesia a la derecha y el poste de Hidroeléctrica a la izquierda, el Alto de la Campa y luego la bajada, con el Monasterio de Valdediós abajo a la izquierda y la mejor curva de la historia de las curvas, aquélla en la que cuando uno se preguntaba xq se había subido otra vez a aquél coche -como si pudiéramos elegir...-, nos hacía divisar por un par de segundos la playa y el monte de Rodiles al fondo y el mar y entonces ya volvíamos a tener clarísimo q había q aguantar como fuera xq la recompensa era indiscutible y habíamos visto q en la playa hacía sol (ver para creer) y los bocadillos de las bolsas ya empezaban a oler y unas ganas irrefrenables de bañarme me hacían volver a sentarme en mi sitio, respirar hondo y aguantar como fuera hasta el final.

Dentro de mi historia particular de curvas, no puedo olvidarme de aquélla en la que invariablemente, el Chrysler verde de mi padre se paraba sin señal alguna que lo indicara en la carretera. Aunque fuera nada pareciera obligarle a ello, dentro había un imperativo inexcusable que impedía al coche avanzar un sólo metro más, y que no era otro que uno de mis hermanos, verde ya por lo que llevábamos recorrido, y que llevaba todo el viaje con un paño en las rodillas y chupando un limón (remedios caseros para el mareo), con la ventanilla bajada xa q le diera el aire; a ésa altura, como si viniera programado de serie, su cuerpo le decía "¡No puedo más!", y con una precisión digna del mejor reloj suizo, sin mediar orden de freno entre los asientos delanteros y traseros, abría la puerta con el coche aún frenando y protagonizaba una escena digna de aparecer en la segunda parte de El Exorcista...

No voy a decir q me alegrara de aquéllo, pero reconozco que cuando a diario libras una guerra sin cuartel en la que el otro bando te saca 6 años y unos cuantos kilos de peso y mucha más fuerza, digamos que aquéllo me aseguraba a menos un par de horas de paz, ya que el probe quedaba totalmente fuera de juego desde que se subía al coche en Oviedo, hasta aproximadamente una hora después de bajarse. Yo recuerdo mirarle por el rabillo del ojo, y pensar que simplemente no podían ser la misma persona, aquél "despojo humano" de color verde que iba a mi lado, completamente indefenso, y la que a diario me hacía la vida imposible.

Esta vez no pudieron faltar tampoco los olores que invariablemente nos acompañaban en el viaje, como el olor a hierba recién cortada, a cucho (estiércol para los que sois de más allá de Pajares), y a eucalipto; faltó el del cigarrillo de mi padre, que opté por no encender ya que tantas curvas, cuestas, cambios de marcha y demás no me dejaban manos para nada más.

En todo el recorrido, creo que puedo contar con los dedos de una mano los vehículos que me crucé, entre los cuales se incluyen por supuesto, un par de tractores y un ALSA en una curva, a más velocidad de la que debía e invadiendo ligeramente el carril contrario -hay cosas que nunca cambian-.

El final del recorrido no tuvo como recompensa un baño en Rodiles, sino una buena cena en mejor compañía y una conversación que se prolongó hasta que unas horas más tarde, nos dimos cuenta de que el pobre camarero también querría otra compañía que la nuestra.

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